domingo, 9 de noviembre de 2014

¿Y si la mancha fuera azul?


Pequeñas columnas para sostener una radio (3)
¿Y si la mancha fuera azul?

El fin de semana pasado estaba en Azul, declarada hace unos años Ciudad Cervantina, para el inicio de su VIII Festival Cervantino; y llovía. Llovía como para ahogar las penas y hasta las ilusiones, que son más difíciles de ahogar que un gato. Circunstancia que me llevó de la mano a recordar un breve paso por La Mancha, geografía de aventuras para Don Quijote.
Había ganado un premio literario con mi novela “Patagonia Chu Chu”, que tiene por escenario La Trochita de la Línea Sur, y tuve que ir a recogerlo. Ya estaba advertido, por un ganador previo, de qué me esperaba, y la imposición de los organizadores de que fuera de etiqueta lo confirmaba. Lo menos, traje negro. Y yo no tenía traje, ni siquiera amarillo. Pero no me quería perder una inmersión en la España profunda, así que alquilé un traje negro, con faja y moñito violetas. Sólo me permití la infracción de no ponerme camisa blanca, sino que elegí una negra, con lo que entré en el perfil de cantor de tangos en decadencia.
El premio recuerda a Francisco García Pavón, el escritor más famoso y me temo que el único que dio Tomelloso, en los pagos de Ciudad Real, Castilla- La Mancha. El premio, los premios en realidad, se entregan en el último día –sábado- de una semana de fiesta corrida, con toreo todos los días, en variedades imposibles de ver en las grandes ciudades, como las cuadrillas de enanos toreros que payasean ante los bichos con cuernos.
No es fácil llegar a Tomelloso, si no es de Madrid. Desde Barcelona no hay nada, como no sea la imaginación. Bueno, sí, un tren que no para en esa ciudad, que tiene estación pero no tiene tren, pero se detiene a varios kilómetros, lo que obliga a llamar un taxi. En fin. Que yo lo tenía claro, y no me lo iba a perder.
Para la fiesta de cierre, la fiesta “culta”, habían hecho una selección rigurosa que concluyó en cuatro pibas de 18 que fungirían de damas de compañía de los premiados. El que empiece a imaginar porquerías que se olvide. Se mira y no se toca, y con la que me correspondía me encontré en el ayuntamiento, ya trajeado de tanguero. Una rubita asustada, vestida de largo en color salmón, como las otras tres, y con un batido alto fijado con espray, como las otras tres. Y yo que creía que esos peinados habían muerto en los 70.
Nos presentamos y salimos a la calle. Imaginen un desfile de carrozas sin carrozas. El alcalde abriendo camino con su dama salmón y batido del brazo, detrás los premiados, más atrás quien sabe quién, y a los lados dos filas interminables de vecinas que aplaudían la procesión. En realidad, aplaudían y vivaban a las pibas, que los premiados ahí no teníamos familia. Parecía Semana Santa, pero menos santa. Mis espías me habían anoticiado que en segundo lugar, detrás del alcalde, tenía que avanzar el premio mayor de la jornada, el “Francisco García Pavón” de novela, o sea uno. Pero, el patriotismo mete la cuchara, y uno es argentino, por lo que me pasaron al tercer puesto y fue de segundo el premio de poesía, que era español. Segundo o tercero para el argento era lo de menos. Lo de más era que el desfile parecía no terminar nunca, mientras arreciaban los aplausos para las pibas, que no lo llevaban muy bien, porque caminar con falda larga no es para todos, y mi rubita terminó por confesarme que tenía miedo de darse un porrazo.
Argentino el tipo, del barrio El Mondongo, se lo dijo con seguridad: con la mano que tenés libre levantá el ruedo unos centímetros, y no te sueltes de mi brazo que si te ves complicada yo te sostengo. Su sonrisa de agradecimiento compensaba que, a veces, uno la vaya de caballero.
Pero todo termina, y las subieron, a las pibas, a carruajes de época, para marchar hasta el gran teatro del pueblo, mientras a los premiados nos llevaban en un colectivo. Eso marcaba la diferencia.
Voy a contar dos postales por el mismo precio. El teatro estaba hasta el moño de gente, pero tuvimos que esperar aparte, hasta que nos dieron entrada como en los Oscar de Hollywood. Reflectores, alfombra roja, y el cantor de tangos llevando hasta el escenario a su Dulcinea, con el anuncio de don fulano de tal, ganador del premio equis equis, con la señorita Dulcinea, representante de la peña de leñadores de Tomelloso. Y tormenta de aplausos, para las pibas; es lo que tiene jugar de local.
Al fin, luego de que se entregaran como cincuenta premios, desde bordado hasta dibujos escolares, nos tocó a los tres pesados, novela, poesía y plástica, con lo que terminó lo que parecía interminable, y zarpamos rumbo a un parque de la ciudad –no sabemos si hay otro- cerrado con rejas que aseguraban que los que no habían pagado para estar en la gran cena miraran desde afuera.
Mi editor de ese momento, que había ido para divertirse a mi costa, porque uno, tanto joder con la revolución, hacía el “soyapa” con faja violeta y moñito al tono, me contó luego que le preguntó a una integrante de las familias bien, qué pensaba de las cientos de caras que espiaban a través de las rejas. La tipa debía ser impermeable a la ironía, porque contestó “que esa gente se divertía viendo como ellos se divertían”.
La otra postal, doble, se presentó en medio de la cena, cuando vi que mi rubita secreteaba con otra dama de compañía y le pregunté qué pasaba. Con vergüenza confesó que quería ir al baño y no sabía a quién pedirle permiso. ¿Qué corresponde que haga un caballero argentino? Le dije, yo te doy permiso, y le escribí en su menú, “doy permiso a fulanita para que haga lo que necesite”, y lo firmé. Entonces la pendeja me mató, porque sonrió muy grande y dijo: ¡gracias, lo voy a guardar para cuando usted sea famoso! En esas circunstancias es cuando uno se arrepiente de ser bueno.
Y la segunda parte de la postal vino después que, finalizada la cena, el alcalde y los tres premiados, con sus damitas, tuvimos que inaugurar el baile con “Sobre las olas”, de Estrauss, machucado por dos orquestas en vivo. Entonces empezó el baile de verdad, porque las dos orquestas arrancaron cantando ¡La española cuando besa, es que besa de verdad! ¡A ninguna le interesa, besar por frivolidad! Cartón lleno, me dije. Desde mi más tierna infancia que no escuchaba ese pasodoble.
Abandoné a su suerte a la rubita, me tomé un whisky con mi editor, y me mandé para el hotel. La milonga sería larga, y tanto que es tradición que al día siguiente se lo llame domingo de resaca, pero mi show era finito. Piré, me saqué el moñito y la faja, y me consolé pensando que no todos los días uno tiene posibilidad de ver un dinosaurio vivo.
García Pavón también piró muy pronto de Tomelloso a Madrid. Sus novelas transcurren en Tomelloso, pero él murió en Madrid. Es que, como me enseñó hace tiempo un amigo, hay pueblos, ciudades, que están para mandarse a mudar.
En un Azul muy llovido me dio por pensar en Tomelloso y La Mancha. Y una revelación de hace tiempo: Cervantes era un gran jodón. La Mancha es tierra de Sanchos, un Quijote solo podía estar demente.
Vaya uno a saber por qué me puse a pensar en esto en Azul, que no está en La Mancha. Tal vez porque seguramente tiene su García Pavón, que se fue para no pegar la vuelta.  

lunes, 3 de noviembre de 2014

Tus fantasías, mis fantasías



Pequeñas columnas para sostener una radio (2)
Tus fantasías, mis fantasías

Cuando el tema de composición no es La Vaca, sino las fantasías, queda implícito que vamos a hablar de sexo. No de sexualidad, que es más académico y distante, de sexo desnudo y a secas. 
Parodiando a Cesar Bruto -autor admirado por Julio Cortázar- se puede afirmar del sexo lo que aquel filósofo de barrio decía del esqueleto: desde el más humilde proletario hasta el más chancho burgués, todo el mundo tiene su bonito esqueleto. Lo que, desvariando, o haciendo sicologismo también de barrio, nos podría llevar a que también el sexo tiene muchos esqueletos escondidos en su ropero.
Pero como esta pequeña columna arranca de una pregunta sobre mis fantasías en relación a mujeres reales o imaginarias, antes que el desvarío, prefiero la enunciación de principios: Uno, nunca, jamás, debe confesar sus fantasías.
Las fantasías sexuales son la radiografía, la autopsia más descarnada de las debilidades de su portador. Revelan los resortes de poder sobre ese humano, y como las relaciones entre ídem son casi siempre de poder, regalar puntos débiles es, por lo menos, una falta de sentido común. Lo que no significa una renuncia a las fantasías o, preconciliarmente, categorizarlas como pecados. El pecado sería renunciar al fantaseo. ¿Entonces?
Se me ocurre que podríamos aproximarnos, imaginar -¿fantasear?- las bases para un brevísimo manual utilitario del buen uso de las fantasías sexuales.
El primer, y único, axioma propuesto sería que las fantasías sexuales se pueden compartir, pero el usuario nunca debe descubrir las propias. Lo que parece una contradicción, una paradoja, o algo por el estilo, pero tiene su lógica. Tal como la locura. En Hamlet, Polonio, el padre de Ofelia, ante los aparentes desvaríos del príncipe del gran William, acepta que está orate diciendo “pero, hay lógica en su locura”.
Si el sujeto –palabra de género neutro que incluye a todos los sexos conocidos o por inventar- no es un pedazo de cemento, comprenderá pronto que no hay relación humana más entregada y bestial que la sexual. Y lo de bestial no es descalificatorio, todo lo contrario. Sacar a jugar la bestia, el animal, es un acto de honestidad y entrega no superable por nada. Al menos en la vida por la vida y no en el acto final de un suicida kamikaze.
La bestia actúa por instinto. Un instinto enriquecido por la fina capa de materia gris que nos hace lo que también somos. En la cabeza, donde se revuelcan y pelean los tres cerebros de que hablaba Carl Sagan, el reptiliano, el límbico o emocional y el neocórtex, habitan las pulsiones, y las explicaciones que nos damos para creer que las tenemos dominadas. Podemos negar el instinto, pero el instinto no nos niega a nosotros. Y el instinto, como animal de selva, intuye, huele en el otro el rastro de sus deseos más oscuros, por dónde van sus fantasías. Por lo que resulta provechoso no ir contra la bestia, porque es una guerra perdida.
Entonces, en el diálogo del sexo –aunque a veces parezca la suma de dos o más monólogos- jugar con las fantasías es un terreno de placer compartido. Sólo habría que tener en cuenta que las que hay que poner en juego son las de la otra parte. Las propias, aparte de lo ya dicho sobre los resortes de poder, son materia que quedará en manos de la otra parte. (Por eso es deseable tener suerte en el con quién). Exponer los ratoneos propios es, por lo menos, un acto de falta de urbanidad, cuando no una agresión de la peor clase, teniendo en cuenta que los actores están desnudos en el sentido más profundo. Si hay otra regla en esto de las fantasías es que todo vale, menos obligar a la otra parte a que se compare con nuestras fantasías y salga perdiendo, porque siempre se pierde en esa comparación. Más, la mayoría de los ratoneos no resisten el llevarlos a la práctica. La realidad los convierte en un trapo de piso muy usado.
Y bien, si no queda claro cuáles son mis fantasías, objetivo cumplido. Esta pequeña columna es una demostración de cómo se puede hacer la gambeta que aleje la carne de la jeringa. Pero, como el tono se acerca mucho a una perorata de púlpito, voy a proponer dos cierres. Uno con una bendición: que el Señor de las Moscas los haga tan buenos como sea posible, sin que pierdan la cabeza, reducto de las fantasías.
Para el otro cierre una frase para pensar, de cierto filósofo erótico de la Dinastía Ming, inédito y desconocido, que me acabo de inventar:
“Tu fantasía es mi fantasía, le dijo la mariposa al cerdo”.

domingo, 26 de octubre de 2014

La vida, las bibliotecas y un suicida



Pequeñas columnas para sostener una radio (1)
La vida, las bibliotecas y un suicida
A veces a uno le proponen escribir sobre la vida que tuvo, la que esperó o la que quería, y puede terminar hablando de los libros y las bibliotecas. Una cosa y la otra parecen tener tanto que ver como la economía pragmática y la inmortalidad del cangrejo. Pero, puestos a pensar, aun negando que todo tenga que ver con todo, el psicoanalista que no tengo, tuve, ni tendré –soy globalmente ateo- diría que si pensar sobre la vida, la propia, tuvo un eco de bibliotecas perdidas, debe ser por algo.
Sí, al fin de cuentas se trata de bibliotecas perdidas. Amo tanto la lectura como la escritura y el sexo, aunque esto último queda afuera de este texto. Aprendí a leer de la mano de mi padre cuando tenía cinco años y aún no he podido parar. Leo indiscriminadamente, con un solo mandato, el mismo que teníamos con Cecilia Boggio cuando hacíamos para Canal 10 de Río Negro “El Señalador”, un programa sobre libros, escritores, y el mundo en el que habían vivido y escrito: si a la página veinte no se lleva bien con el libro, déjelo sin culpa. Jorge Luis Borges decía ante ese caso de incompatibilidad manifiesta, que había que dejarlo. En ese momento ese libro no estaba para ese lector, y ese lector no estaba para ese libro. Si no se peleaban, tal vez podrían a encontrarse en algún momento futuro. Resultado: leo dos o tres por semana y algunos son pateados en la página veinte, que es una referencia, porque puede ser antes o poco después.
Pero vuelvo a las bibliotecas, y la envidia que sentí muchos años por aquellos que han ido atesorando libros, y eran capaces de tener los de sus primeros años como lectores. Luego, un día, no hace mucho, pensando en Walter Benjamin, acepté que eso no era para mí. Que no se trataba solo de que la mala vida, pongamos que la militancia, la clandestinidad y la cárcel, me habían tumbado una biblioteca detrás de otra. Había algo más.
Ausculté –diga 33- mi historia personal, para descubrir que cuando me marché de Argentina en el año 2000, porque la catástrofe se veía venir desde hacía por lo menos cinco años, mientras la clase media bailaba sobre el Titanic aferrada al uno a uno, disparé mis libros en cualquier dirección y me llevé solo tres. Cuando regresé de España, dejando atrás un naufragio personal, allá también quedaron muchos libros de la biblioteca que llegué a pensar que sería la última, y me traje solo dos. Todo era pérdida.
Es cierto que entre una cosa y la otra ayudé a la devastación de los bosques escribiendo y publicando diez u once novelas, más participaciones en varias antologías de relatos. Pero, en términos que tal vez quieren decir algo, entre los libros que voy acumulando ahora no hay ninguno mío.
Hace poco supe de Walter Benjamin, escritor y filósofo alemán, que afirmaba algo que puedo compartir: la biblioteca de alguien dice mucho de ese alguien. Sólo que Benjamin iba más allá. Amaba el libro objeto. Tanto que llegaba a afirmar que es difícil que el dueño de una biblioteca haya leído todos sus libros. “Sus” en términos de posesión, no de haberlos escrito. Y él, coherente, amarrocaba libros en una frondosa biblioteca personal.
Entonces pensé en su muerte. Judío como era tuvo que salir de raje perseguido por los nazis. Con cuatro cosas en la maleta llegó a España he hizo el intento de pasar a Francia por Portbou, en la frontera catalana, pero no lo dejaron. Como a muchos judíos, no los querían de ninguno de los dos lados de cualquier frontera. Hubo quién buscó el camino por izquierda y se largó a cruzar los montes. Walter Benjamin no era uno de esos. Tal vez algo se le había roto adentro. Cuando llegó a la convicción de que nunca lo dejarían pasar regresó a la mísera pensión donde tenía sus cosas, y se suicidó con cianuro. Fin de la historia de un hombre brillante.
Cronológicamente, primero supe de su muerte y luego de su biblioteca y su fervor por sumar libros, lo que me llevó a ver su muerte de otra manera. Tengo para mí que alimentar y conservar una biblioteca personal es una apuesta por la permanencia. Dicen que los novelistas nos atamos a la escritura porque, en el fondo, nos trae la ilusión de que no moriremos hasta terminar esa novela; lo que puede significar varios o muchos años. Y, se me ocurre, que una biblioteca es una apuesta por la eternidad, porque no tiene fin, y el hombre se puede sentir inmortal.
La broma, la mala broma, la broma sangrienta, fue que a Benjamin los nazis lo obligaron a abandonar su biblioteca. Y me imagino que para él tiene que haber sido un quiebre brutal. Se le había muerto la inmortalidad. Se la había asesinado la bestia.
Los que compartieron sus últimas horas dicen que si hubiera esperado unos días la historia habría sido distinta. Pero él no podía esperar.
Y bien, después de esta historia optimista, que invita a quemar los libros para no dejar atrás nada que duela, retorno a mi orfandad de bibliotecas, y no de lecturas. Otra vez Borges. El hombre que era su mejor metáfora -¿Qué otra cosa puede ser un ciego que dirige la Biblioteca Nacional, que una metáfora, vaya uno a saber de qué?- decía que alguien es culto cuando repite como propias palabras de libros que leyó y ha olvidado.
Al fin, los libros se pueden perder, pero lo que dejaron en el lector no se puede perder. Uno será siempre la suma de los libros que ha leído. El libro, el objeto libro, se puede perder en manos de los nazis, o de algún amigo que lo quería leer y nunca lo devolverá. Pero el libro intangible, el bueno, nos habrá dejado una marca.
De allí entonces que me parece que la vida, esa cosa que sucede aunque no nos guste para donde rumbea, puede ser como las bibliotecas. Y, ante los hechos, resulta más sano refugiarse en el fatalismo, y decir Alá es Alá, que viene a ser lo mismo que Dios sabe lo que hace.
 
(La foto pertenece a la sala de lectura de la Biblioteca Pública Arús, de Barcelona. Una sala donde me quedaría a vivir. Rosend Arús, masón, fue su impulsor y fue la primera biblioteca pública de España. En la actualidad es depositaria de material de la masonería y de las bibliotecas personales de dirigentes anarquistas que murieron en el exilio luego de la Guerra Civil y se las dejaron en custodia. Sobrevivió al franquismo cerrada por muchos años. Dicen que fue un falangista el que la protegió desde las sombras, porque entendía a los masones en el amor a la cultura y los libros).

viernes, 24 de octubre de 2014

Sutil cameo en una historieta de Altuna



El testimonio de la vez que estuve en una historieta de Horacio Altuna. Fue hace varios años. ¿Dónde? Como título del libro que sostiene el padre de la historieta que dibujaba para El Periodico de Cataluña. Con un "ver la imagen" se ve más grande.

domingo, 12 de octubre de 2014

Un perro con dos amos


Hace unas horas, domingo, vi Odiseo.com en el CELCIT (Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral), en Buenos Aires.
Vía Skype, aunque dudo, porque el mío desfasa, mal, imagen y sonido, tres agonistas. Una actriz en Brasil, otra en Chile, y el actor de cuerpo presente en Buenos Aires.
La historia, intrascendente: un triángulo. La puesta, incómoda. Uno tiene la sensación de asistir como colado a relaciones privadas, que incluyen hasta esa variante sexual de la masturbación interpósita.
Lo interesante es que los espectadores rodean al actor, con lo que, si uno está en el sitio adecuado, puede observar sus reacciones ante lo que sucede. Ahí está lo mejor de todo: ver como las féminas se reconocen en los ejercicios de poder que permite la histeria, para utilizar un título froidiano; cuando Freud no sabía un carajo de las mujeres.
Mañana haré el comentario de la obra, con la distancia intelectual que merece. Hoy se me ocurre una sola cosa. Al hombre que tiene –o cree tener- dos mujeres, habría que recordarle aquello que Confucio mereció haber dicho: El hombre con dos mujeres es un perro con demasiados dueños.
Cuando escribo esto tengo la radio encendida y una aproximación a lo que será mi Infierno: estaré rodeado de periodistas deportivos. Supongo que me lo merezco.

martes, 7 de octubre de 2014

No hay que mirar, che Nobel

Un tal Wert. 
Me permito piratear un par de ¿post se dice? ¡Qué moderno! En fin, digo, dos entradas del blog de la Patrulla de Salvación, liderada por la Sargento Margaret. Para los amigos desprevenidos aclaro que nadie –lo repito, nadie- sabe quién es la St Margaret. Circulan mil leyendas que la colocan, por ejemplo, viviendo en Estambul y ocultando con su travestismo onomástico a un curtido editor español. Si es por mí, con su nombre de guerra me basta. Me gusta su filo y, aún en esta metáfora de la cultura española que pone en juego, me parece inteligente. Su humor demuestra la inteligencia. A veces, para no pegarse un tiro en el paladar, hay que conservar el humor, como lo hace con esta “Operación Premio Nobel de Literatura” en manos del gobierno de burros insignes que encabeza Mariano Rajoy, presidente del gobierno español, ya que como bien se dice; el rey -¿Felipe, no?- reina pero no gobierna. Ya… ahí está, y no digo más para no herir susceptibilidades. 
Hasta hoy, dos notas, sobre la “Operación Premio Nobel de Literatura”. Pirateo un cachito de la primera:
- Queremos que nos consigas el Premio Nobel de Literatura.
- ¿Cómo? Perdón, ¿te he entendido bien?
El trozo de croissant parisino que el ministro movía con la lengua para que, dentro de su boca, se empapara de café con leche antes de engullirlo se le atragantó y a punto estuvo de echarlo fuera. A duras penas pudo mantener los labios cerrados, pero aún así un hilillo marrón claro le salió por la comisura y corrió por su barbilla recién afeitada.

Resumen del segundo capítulo:
El ministro de cultura español, un tal Wert, puesto a conspirador, busca un escritor en Canarias, al tiempo que alguien le recuerda que lo agarraron mirándole el culo a la actual reina de España, cuando todavía era princesa y no resultaba ofensivo mirarle el culo. Este hombre no aprende, porque está aquella historia de cuando unos tejedores hicieron llegar a los perros falderos de Mariana de Neoburg, próxima reina de España por la cama de Felipe IV, unos guantes y unas medias. A eso contestó el mayordomo de aquel Felipe: “La reina de España no tiene piernas”, pues consideraba el regalo como un indecencia. O sea, remenber, che ministro, que la reina de España no tiene culo. (Nota del Editor: en ninguno de los sentidos más habituales)
En fin, ahí va completo del segundo capítulo de la Operación Premio Nobel de Literatura, por la St Margaret.




Escritor que labura de periodista




Una vez pegué en mi box del diario Río Negro una frase que aun sostengo, y que fue desaparecida por algún principista de la objetividad periodística:
NUNCA PERMITAS QUE LA VERDAD TE IMPIDA ESCRIBIR UNA BUENA HISTORIA.
Era mi declaración de principios como escritor metido a periodista.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Escarabajos, morrones, el mito y Kartun

Presentar a Mauricio Kartun y su producción teatral requeriría muchas páginas, con lo que –en tiempos de Google– el que demande detalles que busque, o se conforme con esta breve síntesis. Comenzó como narrador, pero luego se volcó a la dramaturgia, dice que “para tener amigos y compañía”, porque los escritores siempre están solos. Así dejó la narrativa, asumió la dramaturgia y se mudó de sus pagos de San Martín a Buenos Aires, donde estudiaría dirección teatral con un genio como Oscar Fessler y dramaturgia con Ricardo Monti, para transformarse a su vez, con el correr de los años, en maestro de dramaturgos. En 1973, cuando todavía pensaba que el teatro se justificaba por su fin político, algo muy común en aquel tiempo, estrenó en La Plata Civilización… ¿o barbarie?, escrita en colaboración con Humberto Riva, y de allí en más no paró de escribir y estrenar, hasta que se atrevió a dirigir sus propias obras y recuperar el juego del actor en su propio cuerpo. De su profícua producción, El niño argentinoy Ala de criados fueron sus últimos estrenos y, la última de todas, Salomé de chacra, la que tiene mayor vinculación con la génesis de Terrenal. Miradas al Sur se reunió con Kartun en su departamento de Villa Crespo para descubrir las claves de la obra puesta en escena en el Teatro del Pueblo.
–¿Por qué partió de un texto de Flavio Josefo, historiador judío converso?
–Con Salomé de chacra incursioné en la vigencia de los mitos leyendo Los mitos griegos, de Robert Graves, y explorando –en ese sentido los buscadores de Internet son una maravilla, si uno sabe qué busca y tiene criterio– di con la historia de Caín y el origen de la propiedad contada por Flavio Josefo; la tragedia de la propiedad. Según su versión, Caín inventó las pesas y las medidas para hacerse más rico; inventó la riqueza. Y para tenerla no reparó en usar la rapiña y la violencia. Claro, si hay riqueza preocupa conservarla a salvo, entonces también inventó las ciudades amuralladas, para que nadie pudiera entrar ni salir. Todo lo contrario de su hermano Abel, que prefería los bienes naturales, espontáneos. Me gustó como partida para hablar del mal de nuestro tiempo, la propiedad privada.
–Lo que cuenta Flavio Josefo es la reescritura de las reescrituras, porque lo hace casi cien años después de Cristo. O sea que tiene más de invención ficcional que de historia en el sentido actual. Usted reescribe a su vez sobre esa reescritura, sobre esa mirada, para hablar del hoy.
–Josefo no podía saber la historia de Caín, pero desde algún lado la narraba, desde alguna leyenda popular la rescataba; alguna historia que había sobrevivido al tiempo. Y yo hago lo mismo, porque el mito sigue vivo y con fuerza. Los mitos, como el de dos hermanos que se enfrentan por intereses opuestos y terminan en un crimen no se agotan, siempre nos movilizan; siempre están vigentes. La Historia está llena de casos similares que avalan el mito, pero también de muchas leyendas; cosas que se creen sin que fueran necesariamente ciertas.
–¿Como las leyendas urbanas? Ante ellas tal vez no vale la pena preguntarse si son ciertas, sino por qué nos movilizan, por qué creemos en mitos como el de los traficantes de órganos o los “chupasangre”, los que van por ahí robando sangre de los niños, una creencia muy popular en el norte de Argentina.
–Sí, esa es otra leyenda que se cuenta desde siempre y en todas partes. Mi madre era de un pueblo pequeño de Asturias, y contaba que cuando chica le decían que caminara siempre en compañía, y que tuviera cuidado con un coche blanco, porque ahí viajaba gente que sangraba a los niños para la reina, que necesitaba sangre porque estaba enferma. Hay algo universal en esos mitos, casi siempre presentes en la construcción del “otro”. 
–El otro en el sentido de Jean Genet y Sartre, el “negro”, ése que puede tener cualquier color, pero que seguro tiene todos los defectos que lo hacen distinto a nosotros.
–Claro, en el negro de Jean Genet el color es lo de menos. Es notable cómo funcionan ciertos mecanismos. Por ejemplo, hay otra constante universal, otro mito que tiene que ver con eso, con un otro distinto. Cuando se hace presente una minoría en una población mayor, todos dicen que esos comen ratas. Parece increíble, pero se reproduce en todas partes de la misma manera. Unos, la población mayoritaria, comen bien, ellos, los otros, comen ratas. En nuestro país cuando aparecieron los restaurantes chinos se decía que había pocas ratas porque se las comían los chinos. Cuando se acogieron laosianos, también eran comedores de ratas. Siempre las ratas. ¿Por qué? Porque el otro, aquel a quien se desprecia porque siempre es el distinto y casi siempre el más explotado, come ratas, es universal.
–Otro mito que usted pone en juego es personal, y compartido por este cronista, como Nicola Paone, cuando cantaba “¡señora maestra, qué tiene usted ahí!”.
–Sí, tomé eso de mi infancia y convertí la canción de “señora” a señorita maestra, que también es un personaje de referencia en Terrenal; no está por casualidad. Reciclé un mito personal, porque siempre son fuertes, y si persisten en nuestro imaginario será por algo. Hoy en día recupero para la creación lo que me hace feliz, y creo que si uno se divierte, lo pasa bien, el espectador también la va a pasar bien.
–Nicola Paone tenía algo payasesco, y eso nos remite a la ropa de Abel y Caín, que les queda chica por todos lados, como si fueran el Tony, y al maquillaje teatral estilo años ’30, con colorete en los pómulos; como el de aquellos actores del “teatro por horas”, el género chico.
–El vestuario recuerda al teatro de variedades, porque al fin todos somos actores, como lo dice Tatita (Dios) al final de la obra, pero, también la ropa les queda corta porque hace veinte años Tatita los dejó y crecieron, pero no la ropa. Y el maquillaje se parece al de aquellos años, cuando el escenario se iluminaba de abajo, con las candilejas, lo que da sombras dramáticas en los cuerpos y las caras. En los ‘30 se usaba mucho el sombrero, y si los iluminaban desde arriba la sombra del ala les daba en la cara, entonces se fiaban de las candilejas. Era algo propio de ese teatro de una obra detrás de otra, casi todo el día, un teatro continuado.
–En Terrenal, Abel y Caín están todo el tiempo con el sombrero puesto porque se los puso Tatita.
–Sí, pero la diferencia está en que para Abel “se los puso”, y para Caín “les impuso la obligación de cubrirse”. Para Abel la cosa es simple, para Caín es parte de su necesidad de sacralizar todo, como lo hace con sus morrones. Santificando sus actos de avaricia no tiene que cuestionarlos.
–La puesta y los recursos de los actores tienen mucho de circo.
–Quería recuperar la idea del circo y por eso busqué a estos actores, que tienen manejo de la técnica del gag. Al fin es una mezcla de los tres tipos de payasos clásicos: el payaso blanco, el Tony y el Pierrot. Un payaso blanco fue Pepino el 88, que es el que habla con la gente y le cuenta historias. El Tony es el que sufre las cosas y la gente se ríe de lo que le sucede, y el Pierrot es el sentimental. Siempre al Pierrot se le pinta una lágrima en la cara, y es el que recuerda lo perdido. Al fin, son las tres maneras de entrar en contacto, en diálogo con el espectador: contarle algo, hacer que ría de lo que hacemos, jugar con las emociones, recrearlas. En el teatro todo es juego, y quería actores con capacidad de manejarse en los tres registros, que fueran dúctiles, porque al fin son tres maneras de reírse.
–¿Hizo un casting para juntar tres Claudio? Creíamos que era parte del juego, una invención, pero no. Además, a Claudio Rissi se lo conoce más haciendo de malo en la televisión.
–Parece, pero es una casualidad. Busqué a Da Passano, Martínez Bel y Rissi porque son actores con una gran capacidad expresiva, con muchos registros, lo que me permitió esta puesta en escena. Da Passano y Martínez Bel manejan muy bien el gag y el humor, y es cierto que a Rissi se lo conoce como “el malo”, pero es mucho más que eso. A veces a los actores les cae como una maldición, que los busquen siempre para los mismos papeles.
–Los directores piensan “para este papel lo llamo a fulano, que lo hace bien”; se aseguran el resultado.
–Sí, pero no deja de ser una maldición, porque muchos actores talentosos son encasillados, y trabajar siempre de lo mismo es poco creativo, cansador.
–Usted alguna vez definió al texto teatral como un pentagrama, ese esquema que no es la música hasta que se la ejecuta. En ese sentido es muy interesante el tratamiento del lenguaje que eligió para Terrenal. Se aparta del naturalismo, tan común y al parecer tan obligado. Parece una apuesta como la que hizo Anthony Burgess en La naranja mecánica, cuando inventó un slang, un argot, para su banda de jóvenes criminales, porque los existentes no le convencían.
–La verdad es que no invento nada nuevo. El teatro, desde sus orígenes, fue un juego del que era parte su lenguaje. ¿No hubo teatro en verso, durante mucho tiempo? El verso no es una expresión “natural”, ni realista, es juego. Después, lo que pasó, es que en el siglo XX, por la influencia del cine, se hizo pie en un lenguaje realista, como el que se habla habitualmente. Y, más tarde, con las telenovelas, el público pidió esa clase de diálogos, que fueron incorporados por el teatro comercial con mucho éxito. Pero mi teatro no busca lo comercial, así que recurro a las fuentes, al juego con la palabra y trato de crear una lengua, una sintaxis, estructuras que sirvan a la obra de la mejor manera; que le pertenezcan.
–En el caso de Terrenal se ajustan de tal manera que pasa desapercibido que las palabras, las frases, no son como las de cada día. Podríamos decir que las palabras y el sentido que les dan los actores  tienen la capacidad, reservada a la poesía, de disparar imágenes en el espectador; de engendrar sentidos más amplios que la literalidad del naturalismo.
–Es una elección poética la que me lleva a crear un lenguaje propio para lo que estoy narrando en la escena. Digamos que si juego con Abel, con Caín, con Dios, uno vendedor de isocas para encarnar anzuelos, el otro cultivador de morrones, y un Tatita gaucho y medio filósofo, la invitación está planteada, no puedo, no quiero eludir la tentación del juego. Es que resulta tentador mirar hacia lo que nos precedió y decir ¿por qué no? ¿Por qué no recuperar ese teatro de la palabra inventada, aunque parezca arcaico? Me resulta irresistible el desafío lúdico que propone la lengua en el teatro. Al fin, todo es juego.

Da Passano, Rissi y Martínez Bel. 
Caín, Abel y Kartún
Las tablas del Teatro del Pueblo son siempre una buena apuesta, y un día de preestreno produce una alquimia especial entre las ganas que pone el público y la energía acumulada por los actores en los ensayos. Suele suceder que el estreno para público, generalmente al otro día, sea desangelado, como si rota la virginidad de la puesta cargar pilas fuera más lento. En todo caso en Terrenal no hay ángeles ni desangelados, sino una troika que se pone las máscaras de Caín, Abel y Tata Dios desde una muestra de teatro que reclama para sí el juego en la actuación y la lengua; pero sobre esto ya volveremos. Digamos que Terrenal comenzó a gestarse con un texto de Flavio Josefo, un escritor muy imaginativo del 93 después de Cristo, que contó la vida de Caín que no cuenta la Biblia. Un Caín cuyo nombre significa “posesión”, que inventó el comercio, el acaparamiento, las pesas, las medidas y las ciudades amuralladas para cuidar la riqueza de los ladrones. Le faltó inventar los bancos, pero Flavio Josefo no podía adivinar todo.
De allí al escenario. Un lote de terreno, perdido en la tierra de nadie y en el tiempo de nadie, que comparten, a las patadas, Caín y Abel, después de que Tatita (Dios) los dejara allí 20 años antes. Ese domingo gris apunta lluvia. Caín se cabrea. Vive cabreado.
Abel: Natalicio. Al primer chaparrón la tierra da su fruto. Hoy nacen. Desde lo profundo de la tierra mojada. Una epifanía, hermano Caín…
Caín: ¿Epifanía una invasión de cascarudo? Aquelarre azabache pongalé. ¿Todo lo maldito es negro, será de Dios…?
Abel: No hay criatura más hermosa. Hoy habrá alumbramiento.
Caín: ¡Apagón habrá! Hermosa una cucaracha negra, sí.
Abel: Escarabajo Torito. Lustroso y de cuerno elegante. Un rinoceronte miniatura. Criatura que cada año viene a la tierra a amar y a...
Caín: ¡A comerse mis morroneras viene! Plaga. Que no me dentre ninguno al invernáculo, eh. Cataclismo.
Es que Caín, tomándose al pie de la letra el “ora y labora”, es productor morronero, intensivo, entregado, generador de capital y virtuoso de la acumulación de riqueza. Abel no. Abel vende las larvas del escarabajo Torito a quienes van a pescar al Tigris. De vez en cuando dejan de ofenderse y pasan a los sopapos, porque para Caín su hermano es un atorrante irrecuperable y para Abel, quizás poeta, tal vez vago, el otro es incomprensible. Y entonces, luego de veinte años de ausencia y abandono de sus criaturas, retorna Tata Dios, Tatita. Un Dios vestido de gaucho y acento decididamente riojano, que procura acercar a los hermanos, sin demasiada pasión. Eso sí es comprensible, está cansado de tanta eternidad.
En el juego entre Abel (Claudio Da Passano), Caín (Claudio Martínez Bel) y Tatita (Claudio Rissi) (no es broma, los tres se llaman Claudio, lástima que Josefo sea Flavio) se construye una atractiva y agil metáfora sobre la propiedad privada y su sacralización, desde mandatos sagrados que, inevitablemente, llevarán al crimen; en este caso la muerte de Abel a manos de Caín. Y con esto no se revela nada, porque todos saben qué pasó con Abel. La puesta de Mauricio Kartun no sólo recurre a las virtudes actorales (muchas) de los tres Claudios, también recupera el juego en el habla, en el texto, creando un lenguaje propio para una historia atemporal, con protagonistas bíblicos que viven hoy, en el escepticismo globalizado.
Por los actores, por el texto, por la puesta, porque el juego de Kartún parece juego pero no es chiste, la cita es en el Teatro del Pueblo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

La primavera es una metáfora


Vaya a saber uno por qué extraño mandato a los escribas se nos da por mezclar el equinoccio vernal (el paso del invierno a la primavera), la magia, el bolsito con empanada gallega de caballa –que para atún no daba la plata– y el picnic obligado en el Parque Pereyra, al que todos íbamos dispuestos a creer en la poesía y a enamorarnos como perros jadeantes. Seguramente ayudaba que el bucólico espacio lleno de árboles, arbustos y bichos colorados, a los citadinos nos convertía en una criolla versión de faunos en vaqueros persiguiendo ninfas que pocas, muy pocas veces, se dejaban alcanzar.
En cuanto pibas y pibes despegaban, un poco, de la tutela familiar, en sus cabezas hirvientes de hormonas, feromonas y otras monas, el 21 de septiembre se proyectaba como un día especial. En esas alturas de sus vidas aún no sabían que el período de bobaliconería y erotismo campestre tenía fecha de caducidad, que de los 18 en adelante la música sonaría de otra manera, más política, y que el que seguía con los picnic arbolados pertenecía a la marciana raza de los boy scout. Corrían los ’60 camino de los ’70, y tipos como Tanguito cantaban Amor de primavera:
Allá a lo lejos/ puedes escuchar/ a un amor de primavera/ que anda dando vueltas/ que anda dando vueltas…
El Parque Pereyra era como un imán, y pocos recordaban que había tenido otro nombre unos años antes, Parque de los Derechos de la Ancianidad, cuando el gobierno de Domingo Perón se lo expropió a los Pereyra. Historia que Beatriz Guido rescató en su novela El incendio y las vísperas. El estupor de la aristocracia ante una osadía que llenaba de negros un jardín particular, y hasta dónde se atreverían a llegar, si además prendieron fuego al Jockey Club, señora. Si podían expropiar a los Pereyra Iraola el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Claro, para los picniqueros de voces en pleno cambio y algún que otro acné, eso era Historia Antigua.
Un poco menos antigua que el paso de la monarquía por ese edén de la oligarquía vacuna, como sucedió cuando en 1887 llegó a Buenos Aires Don Carlos de Borbón y Austria, duque de Madrid, frustrado aspirante al trono de España como Carlos VII y pretendiente del trono de Francia como Carlos XI de Francia y Carlos VI de Navarra. O sea, un personaje con muchos alias pero condenado a jugar en la “B”. Lo trasladaron en un tren especial, con todo su séquito y en la compañía del vicepresidente Carlos Pellegrini. Podemos presumir fiesta campera en gran estilo, porque anotan los cronistas que incluyó salir a cazar ñandúes.
No era la primera vez que la sangre noble visitaba esos campos que un paisajista belga convirtió en un exótico jardín, importando árboles desde los puntos más remotos del globo. Algunos años antes los Pereyra, que venían dedicándose a la cría de ganado Shorthon, ampliaron la familia importando un progenitor cara blanca, de raza Hereford, bautizado Niágara. Diría que Niágara tuvo un destino algo más distendido que Carlos de Borbón y Austria, porque, aparte de distribuir sus genes artesanalmente, porque aún no se había inventado la inseminación artificial, hoy pervive en la etiqueta de un whisky nacional llamado “de los criadores”. O sea, que antes de los picnic en una estancia expropiada por la horda clasista, ya había quién picniqueaba de lo lindo y quién corría detrás de atractivas hembras receptivas. Y que conste que estamos hablando de Niágara.
Pero, volviendo unos pasos atrás, al cambio de categoría, geografía y objetivos al cruzar la frontera de cierta edad, deberíamos reconocer la continuidad de los picnic o de los parques. Porque aunque, parodiando eso de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, de Clausewitz, se entraba en la etapa en que el amor era el sexo por otros medios, aquellos ’60 y ’70 estaban infisionados por la política. O sea que el dejar para los imberbes y sus equivalentes féminas los picnic a la sombra, no eliminaba el atractivo del 21 de septiembre y mucho menos la ebullición, como una especie de fiebre del heno, que se traducía en enamoramientos tumultuosos, pocas veces de larga duración, pero siempre de intensidad terremoto fuerza ocho.
Así, el cronista recuerda un campeonato relámpago de fútbol en un picnic distinto, organizado por “troscos”, al que fue invitado porque en su desinformada posición sobre el comunismo –la del cronista– les parecía un aliado táctico, cuando en realidad era un diletante que confundía a Stalin con Lenin y no le parecía grave. Y lo recuerda porque, patadura, fue a parar al arco de uno de los dos equipos que llegó a la final. Partido que se definió por penales, y copa que ganó el cronista atajando dos penales, entusiasmado hasta el delirio deportivo por troscas de miradas húmedas; las “porreras” de Don León. Tanta ingenuidad mezclada con hormonas y consignas merecería la canción que ponen en boca de Tanguito en la película que le dedicaron:
Pueden robarte el corazón/ cagarte a tiros en Morón/ pueden lavarte la cabeza/ por nada.
La escuela nunca me enseñó/ que al mundo lo han partido en dos/ mientras los sueños se desangran, / por nada.
Pero el amor es más fuerte, / pero el amor es más fuerte…

Y, algunos años más atrás, cuando el hermano menor del cronista, un 16 de septiembre del ’55, que presagiaba un 21 sin picnic porque el 23 triunfaría la Revolución Libertadora, se quedó sin cumpleaños porque la Marina del almirante Isaac Rojas amenazaba con cañonear la destilería de YPF y los habitantes de Berisso evacuaban la ciudad llevando lo que podían cargar, en columnas como las que mostraba el cine en la Segunda Guerra Mundial. Columnas que pasaban por el barrio. La torta del cumple, hecha en la casa era, casualmente, un barco con mástiles de caramelo. Aquel pibe sin fiesta y aquella primavera sin picnic.
Tiempo difícil, y siempre doloroso, el de ser muy joven. Aún no se ha desarrollado la coraza de cinismo necesaria, y hasta los festejos por un equinoccio se pueden convertir en una mala historia. Tiempos en que un poema ingenuo, naif, como el que Gabriela Mistral dedicó a la primavera: “Doña Primavera/ viste que es primor, /de blanco, tal como/ limonero en flor./ Lleva por sandalias/ unas anchas hojas/ y por caravanas/ unas fucsias rojas./ ¡Salid a encontrarla/ por esos caminos!/ ¡Va loca de soles /y loca de trinos!”, se puede transformar en una caminata mar adentro, como la que emprendió Alfonsina Storni.
Tal vez por eso, casi cederíamos a la tentación de adecuarnos al ritmo de los tiempos, es decir, a la superstición masiva, para sugerir un par de ritos de transición. Como, por ejemplo, encender velas negras y blancas, en pares, por toda la casa, pintar huevos de gallina como si fueran los del conejo de Pascua, soplarse el ombligo y pensar en ser buenos, ay, muy buenos. Con seguridad esto no sirve para nada, pero mientras lo hace está entretenido y se olvida de las penas, al tiempo que siente cómo la corriente subterránea de la primavera le alborota las venas y sabe que, como es época de siembra, al fin donde haya veinte personas es probable que se formen más de diez parejas.
Por cierto que hoy el Parque Pereyra, ex De los derechos de la Ancianidad, ex estancia “San Juan”, ex hogar de ñandúes que no se imaginaban un futuro de cuadriciclos apestando el campo, sigue más o menos igual, porque al fin los árboles siempre son árboles; los arbustos, esa cosa que molesta, y los bichos colorados también su hacen su picnic con los que se recuestan en el pasto, aunque más no sea para que se les pase la borrachera de cerveza. Eso sí, los manteros africanos antes no estaban. No al menos los manteros de Senegal, que recuperan la presencia de la negritud de los tiempos de Juan Manuel de Rosas, a quien no citamos por casualidad, al fin de cuentas Simón Pereyra, el fundador de la estirpe, era primo hermano por parte de madre de la esposa de Juan Manuel de Rosas.
En fin, humedades. Porque si alguno menor de 20 va de picnic al Parque Pereyra no será justamente para aprender historia. Si no, tal vez, metafóricamente, para alimentar la Historia, porque con la primavera llega el tiempo de la siembra; que también es una metáfora.
(Publicado 21-9-2014 en Miradas al Sur)

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Felipe, el socialista amado por la CIA


Comprar mitos facilones, sin muchos claroscuros, es una tendencia muy humana, que tiene un sector social como exponente destacado, la progresía. Su panteón de ángeles y demonios se alimenta de un pensamiento mecánico que se parece mucho al de ciertas iglesias milenaristas, que reducen los Diez Mandamientos a sólo dos: los buenos y los pecadores. Los buenos son parte del club, los réprobos son todos los otros. ¿Y, qué compra, sin mayor cuestionamiento, la progresía? Complejos personajes plenos de zonas oscuras, porque ejercieron el poder siendo humanos, personas, pero reducidos al afiche en blanco y negro. Esos afiches, esas caras para una camiseta, tienen poco que ver con la realidad, pero tranquilizan.

En esa exposición de buenos malos o malos buenos –a gusto del consumidor– se puede inscribir a John Fitzgerald Kennedy, Fidel Castro, Mahatma Gandhi, Che Guevara, Teresa de Calcuta, Juan Domingo Perón, Baltasar Garzón y sigue la lista, pero esta vez ponemos el ojo sobre otro astro mediático, el ex presidente del gobierno español y lobista del millonario mexicano Carlos Slim, Felipe González.
Por estos días, Felipe González, reconocido protagonista de la llegada socialista al gobierno de España, en lo que se conoció como una “transición modélica”, estuvo dialogando, en el Teatro Colón de Buenos Aires con el músico Daniel Barenboim sobre el tema del día, la búsqueda de la paz entre palestinos e israelíes.


Se puede suponer en Barenboim una cierta ingenuidad bien dispuesta, pero no es el caso de Felipe González. Sus antecedentes obligan a la odiosa pregunta: ¿qué quiso decir cuando dijo paz? En los últimos tiempos la desconfianza ha crecido entre los mismos que salieron a la calle para llevar al PSOE por primera vez al gobierno. ¿Porque la pobreza generalizada vuelve irritable a la gente, y se cabrea con la vida rumbosa de sus antiguos líderes? Sí, claro. Pueden llamarlo envidia, si no da para conciencia de clase.


Por eso la basura que aquellos socialistas, compañeros de ruta de Felipe, quisieron mantener bajo la alfombra –para no dar de comer a la derecha, viejo error largamente repetido– sale a la luz, se comienza a hablar en voz alta, y hasta se pone en negro sobre blanco, como en La CIA en España, del periodista Alfredo Grimaldos.


Sobre la participación del Departamento de Estado norteamericano en la construcción del liderazgo de Felipe González y su remozado partido queda mucho por decir, muchas alfombras por sacudir. Pero, aun poniendo todos los datos en cuarentena, la activa participación de Felipe González en las privatizaciones de empresas estatales argentinas, a favor de multinacionales con bandera de conveniencia, como los corsarios, debiera servirnos de advertencia. O en algún momento dejó de ser socialista o no lo fue nunca, es la divisoria de aguas que pone en tela de juicio no sólo a la transición; también a quienes estaban detrás del levantamiento militar que tuvo como protagonista a Antonio Tejero, disparando al techo del Parlamento el 23 de febrero de 1981.


Una pregunta que nadie contesta: ¿Por qué para el posible gobierno provisional, frustrado porque el golpe abortó, se contaba a Felipe González como vicepresidente para Asuntos Políticos? ¿Delirio del cuál González no sabía nada?


La cosa toma color y consistencia si se asume el punto de vista de La CIA en España, que demuestra lo que muchos saben y callan, que el guión para Felipe González se escribió en EE.UU., y se puso en marcha con el apoyo de Willy Brandt, cabeza de la socialdemocracia alemana, para asentar la corona y eliminar la “amenaza comunista”. El objetivo, bloquear al PC español, que, visto a la distancia y por los hechos posteriores, tal vez no era ningún problema real. Luego de los acuerdos de Yalta, donde quedó repartido el mundo y muy claras las fronteras entre países de la órbita soviética y de la órbita occidental, pocas posibilidades de acceso al poder tenían los comunistas españoles; y menos ganas. Sin embargo, que dirigentes como Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, La Pasionaria, tuvieran claro qué esperaba de ellos la URSS y aceptaran la monarquía arriando las banderas republicanas, no era suficiente. En el libro Sobre la gesta de los guerrilleros españoles en Francia, de Jean Ortiz –investigador de la Universidad de Pau, Francia, e hijo de un combatiente republicano–, dedicado al corazón español del maquis francés en los Pirineos, aparecen con claridad las diferencias entre los dirigentes en combate y exilio, tanto comunistas como socialistas, con los dirigentes que se allanaban a lo mandado o a lo posible.


Veamos. Felipe González se proyectó, sobre una dudosa imagen de combatiente clandestino –bajo el alias de Isidoro–, usando como uno de sus argumentos de campaña retirar a España de la OTAN. Sin embargo, a un par de años de su gobierno, maniobró un referéndum para afirmar esa integración. ¿Tenía antecedentes esa movida? Sí. En 1979, cuando era secretario general del PSOE, durante el XXVIII Congreso del partido, forzó la mano con una teatral renuncia, porque quería borrar el término “marxista” de la imagen partidaria. Entraba en colisión con su plan real –no el enunciado– que era claramente reformista, capitalista, y dirigido a pactar con la Iglesia y los sectores financieros que, ¿por amor al suicidio?, le dieron paso al poder sin protestar. Al mismo tiempo, renegar del marxismo desarmaba a los sectores internos que, desde la resistencia contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, seguían manteniendo ideas autogestionarias socialistas. Algo que encajaba perfectamente con el modelo ideológico del nuevo PSOE, la socialdemocracia alemana. Pero eso no es todo. Es un secreto a voces que Felipe González fue el “Señor X”, cabeza del Grupo Antiterrorista de Liberación (GAL), fuerza paramilitar semejante a las Tres A que, financiada por su gobierno, secuestró y eliminó a simpatizantes de ETA, antes de autodestruirse por sus propias chapuzas.


Todo esto sería historia antigua si no fuera porque Felipe González a veces mete la nariz en el ventilador. En 2013, los españoles que habían perdido sus trabajos y sus casas a manos de los bancos ocuparon la calle, ante los domicilios de políticos y banqueros, para señalarlos con el dedo. A esas movidas las llamaron “escraches”, tomando la palabra de actos similares en Argentina. La derecha, con su lógica natural y por su responsabilidad política en el desastre, no dudó en calificar de “nazismo” esas protestas. Lo que no era de esperar, al menos para los simpatizantes del PSOE, era que su antiguo líder, Felipe González, criticara duramente los escraches, “porque invadían” la privacidad de las personas y “podían traumar” a los hijos pequeños de los escrachados. Para decirlo suavemente, aquellos que habían sido desalojados de su único techo por la policía, que los arrastraba de los pelos delante de sus hijos pequeños, si alguna vez lo habían apreciado, dejaron de hacerlo. 


Se puede argumentar en su favor que es su opinión, y en democracia ya se sabe. Sólo que para un país devastado económicamente, con millones bajo el índice de pobreza, hambreados y rabiosos, resulta inaceptable que un señor que es muñidor, cabildero, lobista de un millonario y muchas multinacionales, un señor que goza de playas exclusivas en medio mundo y nadie sabe cuánta mosca tiene, pero sí que es mucha, conserve el marchamo de socialista y critique a los que luchan –pacíficamente– por dar techo y comida a sus hijos.
 
Entonces el Colón. El gran Felipe González derrama paz, bondad y buenas intenciones hacia palestinos e israelíes, y el público asistente lo escucha con recogimiento. Dan ganas de ser crítico, el dilema es con quién, porque tal vez la culpa no la tiene el chancho, sino quien le da de comer.

Esto lo publiqué hace un par de semanas en Miradas al Sur, contratapa.


Desahucio: policías y manifestantes en contra. Adivine quién gana.


 

jueves, 28 de agosto de 2014

Alexis Ravelo: a caballo del Atlántico


“Lejos de los centros editoriales parecemos escritores invisibles”


Por Raúl Argemí
Este año, el premio Dashiell Hammett, que otorga la Semana Negra de Gijón a la mejor novela negra escrita y publicada en castellano en cualquier parte del mundo, fue dado a La estrategia del pequinés, de Alexis Ravelo. El escritor, que nació y vive en Las Palmas de Gran Canaria, sería reconocido por Roberto Arlt porque se construyó como tal por “prepotencia de trabajo”, incursionando en novela dura, histórica, juvenil y también en relatos, al tiempo que dicta un taller para niños donde se revela el talento creativo de los más chicos.
Adelantándose a su llegada al país, más concretamente a Córdoba, para participar en el festival Córdoba Mata a mediados de septiembre, Miradas alSur le propuso dialogar sobre la literatura y los lazos que unen a canarios y suramericanos. También era tema obligado la crisis económica de España, su reflejo en las islas y la inquietante movida del gobierno central que autorizó exploraciones petroleras en un medio ambiente frágil, que los locales se preocupan por preservar.
Como los escritores se comunican mejor por escrito, y el correo electrónico pone las cosas fáciles, las preguntas volaron hacia las islas y de vuelta llegaron las respuestas. Este es el resultado:

–Sus novelas, a las que habría que llamar “negro policiales”para no confundirlas con las que agrupa en la serie La iniquidad –que son muy negras pero de otra manera– se plantan sólidamente en el universo de Canarias. ¿Bajo tanto sol y turista rozagante hay mucha maldad escondida?
–Decía Jim Thompson que sólo hay un argumento: las cosas no son lo que parecen. El estereotipo de Canarias como lugar turístico (que lo es) tiende a velar el hecho de que tiene ciudades relativamente importantes. Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo, es una ciudad muy cosmopolita con una interesante densidad de población. Digamos que es una ciudad con maneras de capital de provincias pero vicios de gran ciudad. Y ya sabe usted cómo somos los seres humanos: basta con que nos juntemos cinco para que a alguno se le ocurra depredar al otro.

–¿Se puso a pensar que, porque suceden en una isla tal vez sin escape, sus historias son de cuarto cerrado? Como isleño, ¿se siente, subjetivamente, encarcelado por el mar, o sólo les sucede a sus personajes cuando necesitan huir?
–Ese es, creo, uno de los asuntos principales de mis novelas: la isla como microcosmos y la influencia del hecho insular en la conducta individual y colectiva de quienes están sometidos a él. No tengo respuesta cierta a eso, porque entiendo la literatura como una indagación (si pretendiera dar respuestas, no escribiría novelas, sino catecismos). Pero la geografía siempre condiciona al ser humano. En el caso de la insularidad, este condicionamiento es bastante peculiar. Lo estudió muy bien un poeta canario, Pedro García Cabrera, en un ensayo titulado El hombre en función del paisaje. Allí dice que el mar es grillete. Y que, por eso, el tiempo del isleño (como el del pampeano) transcurre en una aparente quietud, mirando al horizonte, del cual han de llegar todos los evangelios. De hecho, esa insularidad (en sentido geográfico) deviene insularidad (en sentido ontológico), como si el isleño llevase siempre la isla por dentro. No se trata sólo de que vivamos en un sitio que no puedes abandonar por carretera, sino de la propia percepción del espacio.

–Los personajes de La estrategia del pequinés son unos pobres tipos. Una prostituta de alto nivel que va camino del retiro. Un par de tipos que nunca dieron un gran golpe pero sueñan con retirarse poniendo un barcito, por ejemplo, con una “mexicaneada” a un traficante de drogas que no es ni grande ni chico. Tenían todo para perder. ¿No se sintió tentado de convertirlos en ganadores a todos?
–No. Es una historia de perdedores. Si hubiesen ganado, hubieran dejado de serlo y no se trataría de la historia que yo quería contar. Desde el comienzo, sabía que no podría salir bien. De hecho, incluso los que salen ganando, no son del todo ganadores: todos sacrifican algo que les importa, todos acaban sintiendo nostalgia de algo que dejaron atrás para sobrevivir.

–Respecto de la pregunta anterior: ¿cómo domina las ganas de ser cómplice de los pobres chorizos, o chorizos pobres, y salvarles el asado? ¿O les juega en contra para que la moral cristiana triunfe castigando al criminal, como proponía en su decálogo Raymond Chandler?
–Por suerte, la moral cristiana siempre me importó tres pepinos. Uno trabaja con lo que ve. Y lo que veo, normalmente, es que la cadena siempre se rompe por el eslabón más débil. Como me dijo un fiscal en cierta ocasión, las cárceles no están llenas exactamente de malos, sino de malos que no tienen dinero. Así pues, aunque en algún momento la ficción me permita hacer algo de justicia poética y hacer que alguno de mis choricillos salga más o menos indemne, la cruda realidad es que las cosas no suelen ser así. Incluso, aunque no los atrapen, cuando uno ejerce la violencia se acerca a un abismo al que acabará cayendo. Yo escribo sobre eso: sobre el abismo.

–Usted lleva talleres de escritura para chicos, y publicó literatura juvenil, al tiempo que escribe novelas negras rabiosas. ¿Cómo hace el cambio de uno a otro registro? ¿Es un cambio de mirada, un cambio en las reglas de juego, algo obligado por quién dialoga con usted desde el otro lado del libro, el lector?
–Es un cambio en las reglas del juego. No creo que existan temas sobre los que no se puede hablar cuando uno escribe para lectores más jóvenes. Solo que hay que cambiar las técnicas y los códigos. Para empezar, como dijo Roald Dahl, es imprescindible el sentido del humor. Y luego, eso es cierto, hay en mi caso una cierta responsabilidad. Uno escribe para lectores que se están formando: creo que es necesario contribuir a que sean individuos libres de los prejuicios de los que fue víctima mi generación. Por lo demás, trato en mis libros infantiles todos los temas que podría tratar en mis libros para adultos. El año pasado, por ejemplo, publiqué un libro de hadas, Las pruebas de Maguncia, en el que se tocan temas como la desigualdad o el machismo.

–La condición de un escritor canario, respecto al resto de España, tiene mucho de marginalidad, como si se tratara de un escritor no español. ¿Haber ganado el Dashiell Hammett cree que le facilitará el camino para ser conocido fuera del archipiélago?
–Como en cualquier otro país, los escritores lejanos a los grandes centros editoriales (en el caso de España son Madrid y Barcelona) siempre tenemos dificultades para hacernos visible. Pero los canarios, que vivimos en unas islas situadas frente a otro continente, lo tenemos aún mucho más difícil que los autores del País Vasco, Extremadura o Andalucía. Hay autores canarios de mucha valía, tanto en narrativa como en poesía. Pero son casi absolutos desconocidos en el resto del país, porque la condición insular ultraperiférica dificulta las tareas de promoción. Yo, por ejemplo, comencé a publicar en el año 2000. La estrategia del pequinés es mi decimotercer libro, mi séptima novela. Pero fuera del Archipiélago, es como si fuese la primera. Así que el Dashiell Hammett, aparte del honor y la alegría que supone (lo ganaron muchos de mis escritores favoritos del género), es una gran ganancia para mí, porque contribuye a situarme en el mapa. Antes era conocido en la península solo para lectores de género muy especializados. Ahora, gracias al eco en los medios, será posible llegar a otros lectores.

–Hablemos de identidades. Por la música caribeña del habla canaria, que usted utiliza en sus novelas a despecho de los preceptos de la Real Academia Española, los canarios son un puente entre América y Europa. ¿Eso confirma la singularidad canaria, o es algo así como una doble identidad?
–Triple, porque también hay algo de africano en nuestro modo de ser. O más, porque también, a lo largo del siglo XX hubo muchas influencias orientales. Canarias fue la primera plaza española en ultramar. Muchos de los errores y aciertos que el Imperio tuvo en América los ensayó primero allí, donde arrasaron con una interesante cultura de origen bereber. Los primeros esclavos que pisaron América eran canarios. Luego, Canarias fue siempre el puente, el lugar de recalada. Estuvieron bajo la influencia española y portuguesa en su tráfico con América, después bajo la británica en su relación colonial con África, y más tarde recibieron antes que nadie las influencias de la cultura hispanoamericana. Aparte de eso, en el caso de Gran Canaria, hubo grandes aportes que tenían que ver con quienes recalaban en el puerto: una gran comunidad indostaní, que hizo negocio tras la independencia de la India gracias a la existencia de un puerto franco; o la presencia de las flotas pesqueras de Japón y Corea del Sur. El primer sello discográfico de salsa, el primer restaurante japonés y el primer gimnasio de taekwondo que se abrieron en España estuvieron en Canarias. Todo esto, todas estas influencias (España, Portugal, Gran Bretaña, Oriente, África e Hispanoamérica, sobre una cultura insular de origen primigeniamente bereber) tienen que dar como resultado, casi obligatoriamente, una forma muy diferente de ser y de pensar, que se expresa en un español rico y musical, con influencias de muchas lenguas distintas. Como decía Wittgenstein, los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. Y el mundo, cuando se vive en una encrucijada, es muy grande. Así, los canarios llamamos “magua” a la nostalgia, “naife” a nuestro cuchillo típico, utilizamos el anglicismo importado de Cuba “guagua” para denominar al colectivo. Pero hay otras peculiaridades, como llamar “sopladeras” a los globos o hablar del futuro en perífrasis, como si no creyéramos en la existencia de un futuro perfecto.

–En los sitios destinados al turismo universal los centros hoteleros y hasta las discotecas, se hacen gemelas con Cancún, Miami o Varadero. ¿Cómo conserva su identidad un escritor canario en medio de esa fuerte tendencia hacia la supresión de lo propio?
–En la novela que publicaré el próximo año, hago algunas reflexiones a ese respecto, cuando un personaje compara los paisajes turísticos de diferentes zonas de España. Son algo así como si alguien se hubiera dedicado a cagarse en el Paraíso. Por suerte, como decía antes, la identidad canaria es una especie de esponja, que toma todo lo que viene de fuera y lo adapta a su peculiar molde. Por lo tanto, uno hace de la necesidad virtud y aprovecha lo que puede de esa posible impersonalidad. La cuestión es que mis historias no les ocurren a los clientes de esos establecimientos hoteleros, sino a quienes trabajan en ellos.

–El delito de alto vuelo que juega en ligas superiores suele estar ligado a las esferas políticas. Su personaje de serie, Eladio Monroy, rozó ese universo. ¿Usted prefiere a los protagonistas pobres porque no se quiere meter con los pesos pesados, o es porque desconoce el submundo de las finanzas y los ricos?
–Cuando uno escribe novela criminal, se dirige a un lector que busca que le hablen acerca de la violencia. En Canarias no existen grandes delitos violentos, pero alcanzamos altos niveles de corrupción en las altas esferas y muchos delitos de cuello blanco. Yo utilizo siempre el crimen violento, el que cometen los de abajo, para hablar de la violencia que más me preocupa, que es esa violencia de arriba, la violencia estructural, porque la primera es circunstancial, pero la otra es sistémica y, en mi opinión, intrínseca al capitalismo desregulado. Pero si empiezo a hablar sobre eso, un lector de novela de crímenes no se interesará. Así que hablo del crimen explícitamente violento y dejo siempre el delito de cuello blanco como pregunta que lanzo al lector. Por lo demás, sé que como autor tiene más miga, más materia que tratar, más vida interior, quien no se sitúa en ese mundo de las altas finanzas.

–Al fin, en el fondo de toda novela negra el motor es el dinero; hablemos de dinero. ¿La crisis económica española se nota menos en Canarias? Si es así, ¿por qué los peninsulares no emigran en masa al archipiélago, en cayucos, como lo hacen los subsaharianos?
–La crisis no se nota menos, se nota más. Tenemos uno de los mayores índices de paro, records en paro juvenil y ha habido un preocupante repunte de personas que viven bajo el umbral de la pobreza. Cosa paradójica, pues las cifras de visitantes (nuestra principal industria es el turismo) no dejaron de crecer. Pero ocurre que el canario tiene un modo peculiar de aguantar todo esto: siempre con la sonrisa puesta. Una sonrisa de hiena, socarrona, pero sonrisa al fin.
Los gigantes, que no son molinos, amenazan la costa canaria.

–Hablemos de petróleo, ¿le parece? En Canarias, por el turismo y por conciencia ambiental protegieron sus costas y los habitats marinos que cobijan especies como los cachalotes, por ejemplo. Pero el gobierno español autorizó perforaciones de exploración, con vista a la extracción. Eso generó una dura controversia. ¿Es un acto de irresponsabilidad, de corrupción, o de desprecio por los resultados sobre ese pedazo de tierra más africano que europeo?
–Es las tres cosas al mismo tiempo. Desoyendo todos los informes técnicos de los ambientólogos, las advertencias de organizaciones como el Fondo Mundial para la Naturaleza o Greenpeace, las protestas de las autoridades de los lugares afectados y aun de la ciudadanía, que se manifestó en masa en contra de estas prospecciones, el ministerio de Industria (cartera que paradójicamente detenta un canario, don José Manuel Soria, viejo conocido de los argentinos como defensor de Repsol) promovió un rápido proceso para autorizar a que Repsol realice unas prospecciones a una distancia entre cincuenta y sesenta kilómetros de las costas canarias, en el talud continental, a profundidades realmente inquietantes. Casi en plena zona de paso de cetáceos, algo importante no solo para Canarias, sino para el mundo. No es ya que nos preocupe la posibilidad de un vertido, sino que ya los propios sondeos resultan de una inquietante agresividad hacia el hábitat marino. Y, encima, ni siquiera se trataría de un crudo que viniese a aliviar las necesidades energéticas del país, porque la concesión se hace a una corporación privada que podrá especular luego con ese crudo en el mercado internacional (y probablemente acabará haciéndolo). Así pues, estamos ante unos señores que decidieron jugar con cosas que no tienen repuesto para obtener un beneficio económico privado, jugar a la ruleta rusa con un revólver que no apunta hacia su propia cabeza, sino a la nuestra, la de los canarios. Un ejemplo: el 90% del agua que se consume en la isla de Fuerteventura (la más cercana a las prospecciones) es agua de mar desalinizada. Un potencial vertido supondría una catástrofe, el absoluto desabastecimiento para esa isla. Políticamente, el asunto abrió una brecha entre las autoridades de las Islas y las del Gobierno Central. Pero, más allá de la política inmediata, hablamos de una actividad de alto riesgo, impuesta con absoluta desfachatez y con la mayor prepotencia por un gobierno al servicio de las mayores empresas, poniendo en peligro algo que es de todos (y por tanto no es de nadie) y que tiene la obligación de preservar. Eso por no entrar en que Canarias es un lugar privilegiado para la obtención de energías alternativas, actividad en la que podríamos ser punteros. Una de las islas occidentales, El Hierro, acaba de conseguir no depender del petróleo para generar energía eléctrica. Tenemos mar, viento y sol de sobra para generar electricidad. Pero el actual gobierno, desde su llegada, suprimió las ayudas a las energías limpias. Uno no puede dejar de pensar que aquellos que han sido elegidos para defender el bien común se dedican, más bien, a defender los intereses privados.

–Usted señaló alguna vez que “la literatura no se mide por autores, sino por libros”; que un autor muy malo puede parir un gran libro y un gran autor escribir a su vez libros mediocres. ¿Se permite la posibilidad de equivocarse, de no apostar a ganador con lo conocido, cuando encara un nuevo libro?
–Sigo creyendo eso: que lo importante no es el currículum o la personalidad del autor, sino la calidad del texto. Lo demás es prestigio académico o mercadotecnia. Por eso, pienso mucho antes de encarar cada nuevo proyecto, porque un buen lector no perdona una mala obra. Me planteo mi trabajo como un continuo aprendizaje, en el que me propongo retos. Si mi nuevo proyecto no va a ser mejor o, al menos, distinto del anterior, no tiene sentido iniciarlo. De ahí que, aunque me mueva siempre en parámetros similares, siempre intente hacer algo diferente (hay que decir que el resultado no siempre es satisfactorio, porque el libro siempre será mejor en tu cabeza que sobre el papel, pero si del cielo te caen limones...). Sin embargo, también es cierto que, en ocasiones, hay argumentos y temas, e incluso estilos, dictados por algo que está más allá de ti mismo. O en ti mismo, y en un nivel tan profundo que no eres capaz de determinar dónde. El caso es que, a veces, una determinada historia te arrastra y casi te obliga a escribirla. A mí me ha sucedido en muy pocas ocasiones, con Los días de mercurio o con Las fauces de Amial (una novela infantil de terror): libros en los que me vi inmerso de pronto y que me llevaron a temporadas realmente obsesivas. En esos casos uno puede olvidarse de comer, de dormir o hasta de asearse: todo es texto, hasta cuando no estás al escritorio.

–Manuel Vázquez Montalbán decía que su Pepe Carvalho era su herramienta de denuncia. ¿Considera realmente que el escritor es un intelectual con obligación de dar testimonio?
–Mi idea de la figura del intelectual se corresponde con algo mucho más alto y mejor de lo que yo soy. A uno le hubiera gustado ser Walter Benjamin, Michel Foucault, Ludwig Wittgenstein o María Zambrano, pero acabó quedándose en lo que su pobre intelecto y sus circunstancias personales le permitieron. Sin embargo, aunque solo me dedique a escribir ficciones (o incluso ensayo), sí que tengo ciertas preocupaciones sociopolíticas, éticas o, incluso, ontológicas que no puedo evitar que se cuelen en mis textos. Más que una obligación autoimpuesta, es una circunstancia, algo inevitable que, ya que no puedo soslayar, prefiero asumir. En cuanto a los demás, creo que el concepto de obligación no tiene demasiado que ver con el hecho creativo. Así que cada uno debe bregar con la concepción del mundo y de la é(sté)tica que considere oportunas. Eso sí: si uno decide adoptar una postura conformista con el establishment o darse a la pura evasión (lo que viene a ser la misma cosa), luego no puede ir por el mundo presumiendo de profundo o de haberse mojado. No tengo nada contra la superficialidad, pero sí ontra las imposturas.

BONUS TRACK
Gofio, papas, calima y la Chacarita
A los ojos de un “sudaca” –gentilicio despectivo aplicado por los peninsulares a todos los sudamericanos–, Canarias es el sitio de las sorpresas y los asombros., porque el contacto a tres puntas, Europa, África y Latinoamérica, se manifiesta en un vital mestizaje de usos y costumbres .
Por ejemplo, que cuando alguien conocido ha muerto, la frase coloquial para contarlo sea “se fue para la Chacarita”. Por supuesto, sólo los estudiosos del habla y de sus particularidades, son capaces de señalar que la referencia, tan porteña, es el cementerio de la Chacarita. ¿Cómo y cuándo cruzó el charco? La misma pregunta pero en sentido geográfico inverso cabría para el gofio, producto de consumo infantil y argentino hasta los años ‘50 que, por su calidad de polvo azucarado, a pocos pasos del kiosco ya motivaba atragantamientos y toses que sembraban gofio sobre el mundo cercano, como parte de la fiesta. Pocas cosas pueden ser más canarias que el gofio, un molido fino de trigo o maíz, levemente tostado, que se agrega como espesante desde la sopa hasta los guisos, pasando por las mamaderas, o con azúcar y de postre. En aquellos ‘50, la frase despectiva hacia aquel a quien faltaba calle era, “a este lo criaron a gofio”. Y, por si fuera poco que la música en el habla de los canarios está a mitad de camino entre Venezuela y Cuba, el sudaca descubre que ellos también se sienten sudacas y que por eso no dudan llamar “papa” a la papa y “banana” a la banana, en contradicción con el resto de España, donde son “patatas” y “plátanos”.
La convicción de que se está en un sitio distinto a lo que enuncia su integración política llega inevitablemente un día de calima. Y hay calima cuando sopla el Siroco sobre los desiertos del Sahara y el Sahel. El aire se espesa sobre las islas, el cielo enrojece, una fina arenilla opaca hasta la respiración, y se toma conciencia de que Canarias está a un paso de África y tres horas de vuelo de España.
Bajo la calima, y mirando esa como neblina que desdibuja un mar infinito, el viajero rioplatense no se asombraría de ver galeones y piratas llegando desde las Antillas, y la música de un bandoneón añorando nieblas del Riachuelo.