jueves, 28 de agosto de 2014

Alexis Ravelo: a caballo del Atlántico


“Lejos de los centros editoriales parecemos escritores invisibles”


Por Raúl Argemí
Este año, el premio Dashiell Hammett, que otorga la Semana Negra de Gijón a la mejor novela negra escrita y publicada en castellano en cualquier parte del mundo, fue dado a La estrategia del pequinés, de Alexis Ravelo. El escritor, que nació y vive en Las Palmas de Gran Canaria, sería reconocido por Roberto Arlt porque se construyó como tal por “prepotencia de trabajo”, incursionando en novela dura, histórica, juvenil y también en relatos, al tiempo que dicta un taller para niños donde se revela el talento creativo de los más chicos.
Adelantándose a su llegada al país, más concretamente a Córdoba, para participar en el festival Córdoba Mata a mediados de septiembre, Miradas alSur le propuso dialogar sobre la literatura y los lazos que unen a canarios y suramericanos. También era tema obligado la crisis económica de España, su reflejo en las islas y la inquietante movida del gobierno central que autorizó exploraciones petroleras en un medio ambiente frágil, que los locales se preocupan por preservar.
Como los escritores se comunican mejor por escrito, y el correo electrónico pone las cosas fáciles, las preguntas volaron hacia las islas y de vuelta llegaron las respuestas. Este es el resultado:

–Sus novelas, a las que habría que llamar “negro policiales”para no confundirlas con las que agrupa en la serie La iniquidad –que son muy negras pero de otra manera– se plantan sólidamente en el universo de Canarias. ¿Bajo tanto sol y turista rozagante hay mucha maldad escondida?
–Decía Jim Thompson que sólo hay un argumento: las cosas no son lo que parecen. El estereotipo de Canarias como lugar turístico (que lo es) tiende a velar el hecho de que tiene ciudades relativamente importantes. Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo, es una ciudad muy cosmopolita con una interesante densidad de población. Digamos que es una ciudad con maneras de capital de provincias pero vicios de gran ciudad. Y ya sabe usted cómo somos los seres humanos: basta con que nos juntemos cinco para que a alguno se le ocurra depredar al otro.

–¿Se puso a pensar que, porque suceden en una isla tal vez sin escape, sus historias son de cuarto cerrado? Como isleño, ¿se siente, subjetivamente, encarcelado por el mar, o sólo les sucede a sus personajes cuando necesitan huir?
–Ese es, creo, uno de los asuntos principales de mis novelas: la isla como microcosmos y la influencia del hecho insular en la conducta individual y colectiva de quienes están sometidos a él. No tengo respuesta cierta a eso, porque entiendo la literatura como una indagación (si pretendiera dar respuestas, no escribiría novelas, sino catecismos). Pero la geografía siempre condiciona al ser humano. En el caso de la insularidad, este condicionamiento es bastante peculiar. Lo estudió muy bien un poeta canario, Pedro García Cabrera, en un ensayo titulado El hombre en función del paisaje. Allí dice que el mar es grillete. Y que, por eso, el tiempo del isleño (como el del pampeano) transcurre en una aparente quietud, mirando al horizonte, del cual han de llegar todos los evangelios. De hecho, esa insularidad (en sentido geográfico) deviene insularidad (en sentido ontológico), como si el isleño llevase siempre la isla por dentro. No se trata sólo de que vivamos en un sitio que no puedes abandonar por carretera, sino de la propia percepción del espacio.

–Los personajes de La estrategia del pequinés son unos pobres tipos. Una prostituta de alto nivel que va camino del retiro. Un par de tipos que nunca dieron un gran golpe pero sueñan con retirarse poniendo un barcito, por ejemplo, con una “mexicaneada” a un traficante de drogas que no es ni grande ni chico. Tenían todo para perder. ¿No se sintió tentado de convertirlos en ganadores a todos?
–No. Es una historia de perdedores. Si hubiesen ganado, hubieran dejado de serlo y no se trataría de la historia que yo quería contar. Desde el comienzo, sabía que no podría salir bien. De hecho, incluso los que salen ganando, no son del todo ganadores: todos sacrifican algo que les importa, todos acaban sintiendo nostalgia de algo que dejaron atrás para sobrevivir.

–Respecto de la pregunta anterior: ¿cómo domina las ganas de ser cómplice de los pobres chorizos, o chorizos pobres, y salvarles el asado? ¿O les juega en contra para que la moral cristiana triunfe castigando al criminal, como proponía en su decálogo Raymond Chandler?
–Por suerte, la moral cristiana siempre me importó tres pepinos. Uno trabaja con lo que ve. Y lo que veo, normalmente, es que la cadena siempre se rompe por el eslabón más débil. Como me dijo un fiscal en cierta ocasión, las cárceles no están llenas exactamente de malos, sino de malos que no tienen dinero. Así pues, aunque en algún momento la ficción me permita hacer algo de justicia poética y hacer que alguno de mis choricillos salga más o menos indemne, la cruda realidad es que las cosas no suelen ser así. Incluso, aunque no los atrapen, cuando uno ejerce la violencia se acerca a un abismo al que acabará cayendo. Yo escribo sobre eso: sobre el abismo.

–Usted lleva talleres de escritura para chicos, y publicó literatura juvenil, al tiempo que escribe novelas negras rabiosas. ¿Cómo hace el cambio de uno a otro registro? ¿Es un cambio de mirada, un cambio en las reglas de juego, algo obligado por quién dialoga con usted desde el otro lado del libro, el lector?
–Es un cambio en las reglas del juego. No creo que existan temas sobre los que no se puede hablar cuando uno escribe para lectores más jóvenes. Solo que hay que cambiar las técnicas y los códigos. Para empezar, como dijo Roald Dahl, es imprescindible el sentido del humor. Y luego, eso es cierto, hay en mi caso una cierta responsabilidad. Uno escribe para lectores que se están formando: creo que es necesario contribuir a que sean individuos libres de los prejuicios de los que fue víctima mi generación. Por lo demás, trato en mis libros infantiles todos los temas que podría tratar en mis libros para adultos. El año pasado, por ejemplo, publiqué un libro de hadas, Las pruebas de Maguncia, en el que se tocan temas como la desigualdad o el machismo.

–La condición de un escritor canario, respecto al resto de España, tiene mucho de marginalidad, como si se tratara de un escritor no español. ¿Haber ganado el Dashiell Hammett cree que le facilitará el camino para ser conocido fuera del archipiélago?
–Como en cualquier otro país, los escritores lejanos a los grandes centros editoriales (en el caso de España son Madrid y Barcelona) siempre tenemos dificultades para hacernos visible. Pero los canarios, que vivimos en unas islas situadas frente a otro continente, lo tenemos aún mucho más difícil que los autores del País Vasco, Extremadura o Andalucía. Hay autores canarios de mucha valía, tanto en narrativa como en poesía. Pero son casi absolutos desconocidos en el resto del país, porque la condición insular ultraperiférica dificulta las tareas de promoción. Yo, por ejemplo, comencé a publicar en el año 2000. La estrategia del pequinés es mi decimotercer libro, mi séptima novela. Pero fuera del Archipiélago, es como si fuese la primera. Así que el Dashiell Hammett, aparte del honor y la alegría que supone (lo ganaron muchos de mis escritores favoritos del género), es una gran ganancia para mí, porque contribuye a situarme en el mapa. Antes era conocido en la península solo para lectores de género muy especializados. Ahora, gracias al eco en los medios, será posible llegar a otros lectores.

–Hablemos de identidades. Por la música caribeña del habla canaria, que usted utiliza en sus novelas a despecho de los preceptos de la Real Academia Española, los canarios son un puente entre América y Europa. ¿Eso confirma la singularidad canaria, o es algo así como una doble identidad?
–Triple, porque también hay algo de africano en nuestro modo de ser. O más, porque también, a lo largo del siglo XX hubo muchas influencias orientales. Canarias fue la primera plaza española en ultramar. Muchos de los errores y aciertos que el Imperio tuvo en América los ensayó primero allí, donde arrasaron con una interesante cultura de origen bereber. Los primeros esclavos que pisaron América eran canarios. Luego, Canarias fue siempre el puente, el lugar de recalada. Estuvieron bajo la influencia española y portuguesa en su tráfico con América, después bajo la británica en su relación colonial con África, y más tarde recibieron antes que nadie las influencias de la cultura hispanoamericana. Aparte de eso, en el caso de Gran Canaria, hubo grandes aportes que tenían que ver con quienes recalaban en el puerto: una gran comunidad indostaní, que hizo negocio tras la independencia de la India gracias a la existencia de un puerto franco; o la presencia de las flotas pesqueras de Japón y Corea del Sur. El primer sello discográfico de salsa, el primer restaurante japonés y el primer gimnasio de taekwondo que se abrieron en España estuvieron en Canarias. Todo esto, todas estas influencias (España, Portugal, Gran Bretaña, Oriente, África e Hispanoamérica, sobre una cultura insular de origen primigeniamente bereber) tienen que dar como resultado, casi obligatoriamente, una forma muy diferente de ser y de pensar, que se expresa en un español rico y musical, con influencias de muchas lenguas distintas. Como decía Wittgenstein, los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. Y el mundo, cuando se vive en una encrucijada, es muy grande. Así, los canarios llamamos “magua” a la nostalgia, “naife” a nuestro cuchillo típico, utilizamos el anglicismo importado de Cuba “guagua” para denominar al colectivo. Pero hay otras peculiaridades, como llamar “sopladeras” a los globos o hablar del futuro en perífrasis, como si no creyéramos en la existencia de un futuro perfecto.

–En los sitios destinados al turismo universal los centros hoteleros y hasta las discotecas, se hacen gemelas con Cancún, Miami o Varadero. ¿Cómo conserva su identidad un escritor canario en medio de esa fuerte tendencia hacia la supresión de lo propio?
–En la novela que publicaré el próximo año, hago algunas reflexiones a ese respecto, cuando un personaje compara los paisajes turísticos de diferentes zonas de España. Son algo así como si alguien se hubiera dedicado a cagarse en el Paraíso. Por suerte, como decía antes, la identidad canaria es una especie de esponja, que toma todo lo que viene de fuera y lo adapta a su peculiar molde. Por lo tanto, uno hace de la necesidad virtud y aprovecha lo que puede de esa posible impersonalidad. La cuestión es que mis historias no les ocurren a los clientes de esos establecimientos hoteleros, sino a quienes trabajan en ellos.

–El delito de alto vuelo que juega en ligas superiores suele estar ligado a las esferas políticas. Su personaje de serie, Eladio Monroy, rozó ese universo. ¿Usted prefiere a los protagonistas pobres porque no se quiere meter con los pesos pesados, o es porque desconoce el submundo de las finanzas y los ricos?
–Cuando uno escribe novela criminal, se dirige a un lector que busca que le hablen acerca de la violencia. En Canarias no existen grandes delitos violentos, pero alcanzamos altos niveles de corrupción en las altas esferas y muchos delitos de cuello blanco. Yo utilizo siempre el crimen violento, el que cometen los de abajo, para hablar de la violencia que más me preocupa, que es esa violencia de arriba, la violencia estructural, porque la primera es circunstancial, pero la otra es sistémica y, en mi opinión, intrínseca al capitalismo desregulado. Pero si empiezo a hablar sobre eso, un lector de novela de crímenes no se interesará. Así que hablo del crimen explícitamente violento y dejo siempre el delito de cuello blanco como pregunta que lanzo al lector. Por lo demás, sé que como autor tiene más miga, más materia que tratar, más vida interior, quien no se sitúa en ese mundo de las altas finanzas.

–Al fin, en el fondo de toda novela negra el motor es el dinero; hablemos de dinero. ¿La crisis económica española se nota menos en Canarias? Si es así, ¿por qué los peninsulares no emigran en masa al archipiélago, en cayucos, como lo hacen los subsaharianos?
–La crisis no se nota menos, se nota más. Tenemos uno de los mayores índices de paro, records en paro juvenil y ha habido un preocupante repunte de personas que viven bajo el umbral de la pobreza. Cosa paradójica, pues las cifras de visitantes (nuestra principal industria es el turismo) no dejaron de crecer. Pero ocurre que el canario tiene un modo peculiar de aguantar todo esto: siempre con la sonrisa puesta. Una sonrisa de hiena, socarrona, pero sonrisa al fin.
Los gigantes, que no son molinos, amenazan la costa canaria.

–Hablemos de petróleo, ¿le parece? En Canarias, por el turismo y por conciencia ambiental protegieron sus costas y los habitats marinos que cobijan especies como los cachalotes, por ejemplo. Pero el gobierno español autorizó perforaciones de exploración, con vista a la extracción. Eso generó una dura controversia. ¿Es un acto de irresponsabilidad, de corrupción, o de desprecio por los resultados sobre ese pedazo de tierra más africano que europeo?
–Es las tres cosas al mismo tiempo. Desoyendo todos los informes técnicos de los ambientólogos, las advertencias de organizaciones como el Fondo Mundial para la Naturaleza o Greenpeace, las protestas de las autoridades de los lugares afectados y aun de la ciudadanía, que se manifestó en masa en contra de estas prospecciones, el ministerio de Industria (cartera que paradójicamente detenta un canario, don José Manuel Soria, viejo conocido de los argentinos como defensor de Repsol) promovió un rápido proceso para autorizar a que Repsol realice unas prospecciones a una distancia entre cincuenta y sesenta kilómetros de las costas canarias, en el talud continental, a profundidades realmente inquietantes. Casi en plena zona de paso de cetáceos, algo importante no solo para Canarias, sino para el mundo. No es ya que nos preocupe la posibilidad de un vertido, sino que ya los propios sondeos resultan de una inquietante agresividad hacia el hábitat marino. Y, encima, ni siquiera se trataría de un crudo que viniese a aliviar las necesidades energéticas del país, porque la concesión se hace a una corporación privada que podrá especular luego con ese crudo en el mercado internacional (y probablemente acabará haciéndolo). Así pues, estamos ante unos señores que decidieron jugar con cosas que no tienen repuesto para obtener un beneficio económico privado, jugar a la ruleta rusa con un revólver que no apunta hacia su propia cabeza, sino a la nuestra, la de los canarios. Un ejemplo: el 90% del agua que se consume en la isla de Fuerteventura (la más cercana a las prospecciones) es agua de mar desalinizada. Un potencial vertido supondría una catástrofe, el absoluto desabastecimiento para esa isla. Políticamente, el asunto abrió una brecha entre las autoridades de las Islas y las del Gobierno Central. Pero, más allá de la política inmediata, hablamos de una actividad de alto riesgo, impuesta con absoluta desfachatez y con la mayor prepotencia por un gobierno al servicio de las mayores empresas, poniendo en peligro algo que es de todos (y por tanto no es de nadie) y que tiene la obligación de preservar. Eso por no entrar en que Canarias es un lugar privilegiado para la obtención de energías alternativas, actividad en la que podríamos ser punteros. Una de las islas occidentales, El Hierro, acaba de conseguir no depender del petróleo para generar energía eléctrica. Tenemos mar, viento y sol de sobra para generar electricidad. Pero el actual gobierno, desde su llegada, suprimió las ayudas a las energías limpias. Uno no puede dejar de pensar que aquellos que han sido elegidos para defender el bien común se dedican, más bien, a defender los intereses privados.

–Usted señaló alguna vez que “la literatura no se mide por autores, sino por libros”; que un autor muy malo puede parir un gran libro y un gran autor escribir a su vez libros mediocres. ¿Se permite la posibilidad de equivocarse, de no apostar a ganador con lo conocido, cuando encara un nuevo libro?
–Sigo creyendo eso: que lo importante no es el currículum o la personalidad del autor, sino la calidad del texto. Lo demás es prestigio académico o mercadotecnia. Por eso, pienso mucho antes de encarar cada nuevo proyecto, porque un buen lector no perdona una mala obra. Me planteo mi trabajo como un continuo aprendizaje, en el que me propongo retos. Si mi nuevo proyecto no va a ser mejor o, al menos, distinto del anterior, no tiene sentido iniciarlo. De ahí que, aunque me mueva siempre en parámetros similares, siempre intente hacer algo diferente (hay que decir que el resultado no siempre es satisfactorio, porque el libro siempre será mejor en tu cabeza que sobre el papel, pero si del cielo te caen limones...). Sin embargo, también es cierto que, en ocasiones, hay argumentos y temas, e incluso estilos, dictados por algo que está más allá de ti mismo. O en ti mismo, y en un nivel tan profundo que no eres capaz de determinar dónde. El caso es que, a veces, una determinada historia te arrastra y casi te obliga a escribirla. A mí me ha sucedido en muy pocas ocasiones, con Los días de mercurio o con Las fauces de Amial (una novela infantil de terror): libros en los que me vi inmerso de pronto y que me llevaron a temporadas realmente obsesivas. En esos casos uno puede olvidarse de comer, de dormir o hasta de asearse: todo es texto, hasta cuando no estás al escritorio.

–Manuel Vázquez Montalbán decía que su Pepe Carvalho era su herramienta de denuncia. ¿Considera realmente que el escritor es un intelectual con obligación de dar testimonio?
–Mi idea de la figura del intelectual se corresponde con algo mucho más alto y mejor de lo que yo soy. A uno le hubiera gustado ser Walter Benjamin, Michel Foucault, Ludwig Wittgenstein o María Zambrano, pero acabó quedándose en lo que su pobre intelecto y sus circunstancias personales le permitieron. Sin embargo, aunque solo me dedique a escribir ficciones (o incluso ensayo), sí que tengo ciertas preocupaciones sociopolíticas, éticas o, incluso, ontológicas que no puedo evitar que se cuelen en mis textos. Más que una obligación autoimpuesta, es una circunstancia, algo inevitable que, ya que no puedo soslayar, prefiero asumir. En cuanto a los demás, creo que el concepto de obligación no tiene demasiado que ver con el hecho creativo. Así que cada uno debe bregar con la concepción del mundo y de la é(sté)tica que considere oportunas. Eso sí: si uno decide adoptar una postura conformista con el establishment o darse a la pura evasión (lo que viene a ser la misma cosa), luego no puede ir por el mundo presumiendo de profundo o de haberse mojado. No tengo nada contra la superficialidad, pero sí ontra las imposturas.

BONUS TRACK
Gofio, papas, calima y la Chacarita
A los ojos de un “sudaca” –gentilicio despectivo aplicado por los peninsulares a todos los sudamericanos–, Canarias es el sitio de las sorpresas y los asombros., porque el contacto a tres puntas, Europa, África y Latinoamérica, se manifiesta en un vital mestizaje de usos y costumbres .
Por ejemplo, que cuando alguien conocido ha muerto, la frase coloquial para contarlo sea “se fue para la Chacarita”. Por supuesto, sólo los estudiosos del habla y de sus particularidades, son capaces de señalar que la referencia, tan porteña, es el cementerio de la Chacarita. ¿Cómo y cuándo cruzó el charco? La misma pregunta pero en sentido geográfico inverso cabría para el gofio, producto de consumo infantil y argentino hasta los años ‘50 que, por su calidad de polvo azucarado, a pocos pasos del kiosco ya motivaba atragantamientos y toses que sembraban gofio sobre el mundo cercano, como parte de la fiesta. Pocas cosas pueden ser más canarias que el gofio, un molido fino de trigo o maíz, levemente tostado, que se agrega como espesante desde la sopa hasta los guisos, pasando por las mamaderas, o con azúcar y de postre. En aquellos ‘50, la frase despectiva hacia aquel a quien faltaba calle era, “a este lo criaron a gofio”. Y, por si fuera poco que la música en el habla de los canarios está a mitad de camino entre Venezuela y Cuba, el sudaca descubre que ellos también se sienten sudacas y que por eso no dudan llamar “papa” a la papa y “banana” a la banana, en contradicción con el resto de España, donde son “patatas” y “plátanos”.
La convicción de que se está en un sitio distinto a lo que enuncia su integración política llega inevitablemente un día de calima. Y hay calima cuando sopla el Siroco sobre los desiertos del Sahara y el Sahel. El aire se espesa sobre las islas, el cielo enrojece, una fina arenilla opaca hasta la respiración, y se toma conciencia de que Canarias está a un paso de África y tres horas de vuelo de España.
Bajo la calima, y mirando esa como neblina que desdibuja un mar infinito, el viajero rioplatense no se asombraría de ver galeones y piratas llegando desde las Antillas, y la música de un bandoneón añorando nieblas del Riachuelo.